El pasado miércoles moría Jesús Mosterín, uno
de los pensadores españoles que más he admirado a lo largo de los muchos años
que he seguido sus libros, entrevistas, conferencias, debates, tertulias; siempre
con una sonrisa en el rostro; lúcido, claro y paciente frente a la perplejidad
que, en ocasiones, sus ideas provocaban en la audiencia.
Se ha ido uno de los grandes, siempre atento a lo pequeño, a la naturaleza, al conocimiento, a la alegría de vivir que transmitían su palabras.
Se ha ido uno de los grandes, siempre atento a lo pequeño, a la naturaleza, al conocimiento, a la alegría de vivir que transmitían su palabras.
Un artículo y su presencia entrañable como
homenaje.
Adiós maestro.
Ciencia y humanidades
"Conócete a ti
mismo", recomendaba el oráculo de Delfos. "Hombre soy, y nada humano
me es ajeno", añadía el escritor Terencio. ¿Quién soy yo? ¿Qué somos los
humanos? ¿Qué posición ocupamos en el universo? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?
¿De qué estamos hechos, con quién estamos emparentados, qué posibilidades y
limitaciones tenemos? Sólo un humanismo amplio y profundo puede responder a
estas preguntas.
El humanismo estrecho, reducido a la filología, fácilmente caía en la
trampa de un antropocentrismo ignorante, arrogante e incompatible con los
avances del saber. Los humanistas, siempre desdeñosos de la filosofía
escolástica, acabaron despreciando también la filosofía y la ciencia moderna,
que no entendían y que ponía en cuestión sus prejuicios antropocéntricos. En el
siglo XIX, la tradición humanista afloró en el mundo académico, agrupando las
disciplinas filológicas e históricas bajo el nombre genérico de humanidades.
Entre sus contribuciones más valiosas destacan las magníficas ediciones
críticas de los textos del pasado. Su excrecencia más lamentable es el
anticientifismo oscurantista de sus continuadores más mediocres, cuya
deshonestidad intelectual ha sido recientemente puesta de manifiesto por Alan
Sokal. Obviamente, no será renunciando a la principal fuente de información de
que disponemos como podremos llegar a conocernos.
A la ciencia hay que
ordeñarla, no temerla. Los ecos del Big Bang retumban todavía en las partículas
de que estamos hechos. Nuestra composición química es más afín a la cósmica que
a la terrestre. Dejando de lado los gases nobles, los elementos más abundantes
tanto en nuestro cuerpo como en el universo son el hidrógeno, el carbono, el
nitrógeno y el oxígeno. Por el hidrógeno que llevamos dentro (formado junto al
fogonazo de la radiación cósmica de fondo), somos hijos de la luz. Por los
otros elementos (forjados en los hornos estelares y dispersados en explosiones
agónicas de supernovas), somos polvo de estrellas. El microcosmos de nuestro
cuerpo es el compendio de la historia del macrocosmos, como los clásicos no se
cansaron de subrayar.
Desde el humanista
Pico della Mirandola hasta los conductistas y existencialistas, pasando por los
idealistas y marxistas, muchos han pensado que la especie humana carece de
naturaleza. Nosotros seríamos pura libertad e indeterminación y vendríamos al
mundo como tábula rasa. En realidad, cada una de nuestras células contiene la
definición de nuestra naturaleza inscrita en el genoma. Nosotros somos
repúblicas de células, a su vez originadas en remotos conflictos y alianzas de
bacterias. Somos una de las yemas terminales del frondoso árbol de la vida. Y
el proyecto Genoma Humano es un buen ejemplo de actividad científica al
servicio de la autoconciencia humana.
Platón pensaba que
nuestra alma es un ángel caído; Aristóteles, que el cerebro es un refrigerador que
enfría la sangre excesivamente caliente; Descartes, que la glándula pineal (la
fábrica de melatonina que induce el sueño cada 24 horas) es el lugar imposible
donde un alma etérea interacciona con un cuerpo burdamente mecánico. Tenemos
que admirar su noble ambición cognitiva, pero no podemos comulgar con sus
doctrinas fallidas.
El humanismo que
necesitamos (¡hélas!) está aún por hacer. Nuestro cerebro tiene el mismo número
de neuronas que estrellas tiene nuestra galaxia, y a través de sus innumerables
conexiones circula la savia de la información mediante procesos apenas
descifrados, pero percibidos por dentro como consciencia. Nuestro cerebro es el
lugar de la autoconciencia, el foco de las nuevas humanidades y el gran reto
lanzado a la ciencia actual.
Jesús Mosterín es
catedrático de Filosofía,
Ciencia y Sociedad (CSIC).
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