viernes, 6 de octubre de 2017

Ciencia y humanidades

El pasado miércoles moría Jesús Mosterín, uno de los pensadores españoles que más he admirado a lo largo de los muchos años que he seguido sus libros, entrevistas,  conferencias, debates, tertulias; siempre con una sonrisa en el rostro; lúcido, claro y paciente frente a la perplejidad que, en ocasiones, sus ideas provocaban en la audiencia. 

Se ha ido uno de los grandes, siempre atento a lo pequeño, a la naturaleza, al conocimiento, a la alegría de vivir que transmitían su palabras.

Un artículo y su presencia entrañable como homenaje.
Adiós maestro.


Ciencia y humanidades
"Conócete a ti mismo", recomendaba el oráculo de Delfos. "Hombre soy, y nada humano me es ajeno", añadía el escritor Terencio. ¿Quién soy yo? ¿Qué somos los humanos? ¿Qué posición ocupamos en el universo? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿De qué estamos hechos, con quién estamos emparentados, qué posibilidades y limitaciones tenemos? Sólo un humanismo amplio y profundo puede responder a estas preguntas. 

Los humanistas del Renacimiento no eran tan ambiciosos. Frente a la obsesión medieval por la muerte y el pecado y contra el latín macarrónico en que se expresaba, pretendieron restaurar el cultivo del latín refinado de los autores antiguos y acercarse a su visión serena mediante la lectura de sus obras. Al estudio de las letras sagradas (la Biblia y los Padres de la Iglesia) contrapusieron el de las letras humanas (los textos griegos y latinos clásicos).

El humanismo estrecho, reducido a la filología, fácilmente caía en la trampa de un antropocentrismo ignorante, arrogante e incompatible con los avances del saber. Los humanistas, siempre desdeñosos de la filosofía escolástica, acabaron despreciando también la filosofía y la ciencia moderna, que no entendían y que ponía en cuestión sus prejuicios antropocéntricos. En el siglo XIX, la tradición humanista afloró en el mundo académico, agrupando las disciplinas filológicas e históricas bajo el nombre genérico de humanidades. 

Entre sus contribuciones más valiosas destacan las magníficas ediciones críticas de los textos del pasado. Su excrecencia más lamentable es el anticientifismo oscurantista de sus continuadores más mediocres, cuya deshonestidad intelectual ha sido recientemente puesta de manifiesto por Alan Sokal. Obviamente, no será renunciando a la principal fuente de información de que disponemos como podremos llegar a conocernos.

A la ciencia hay que ordeñarla, no temerla. Los ecos del Big Bang retumban todavía en las partículas de que estamos hechos. Nuestra composición química es más afín a la cósmica que a la terrestre. Dejando de lado los gases nobles, los elementos más abundantes tanto en nuestro cuerpo como en el universo son el hidrógeno, el carbono, el nitrógeno y el oxígeno. Por el hidrógeno que llevamos dentro (formado junto al fogonazo de la radiación cósmica de fondo), somos hijos de la luz. Por los otros elementos (forjados en los hornos estelares y dispersados en explosiones agónicas de supernovas), somos polvo de estrellas. El microcosmos de nuestro cuerpo es el compendio de la historia del macrocosmos, como los clásicos no se cansaron de subrayar.

Desde el humanista Pico della Mirandola hasta los conductistas y existencialistas, pasando por los idealistas y marxistas, muchos han pensado que la especie humana carece de naturaleza. Nosotros seríamos pura libertad e indeterminación y vendríamos al mundo como tábula rasa. En realidad, cada una de nuestras células contiene la definición de nuestra naturaleza inscrita en el genoma. Nosotros somos repúblicas de células, a su vez originadas en remotos conflictos y alianzas de bacterias. Somos una de las yemas terminales del frondoso árbol de la vida. Y el proyecto Genoma Humano es un buen ejemplo de actividad científica al servicio de la autoconciencia humana.

Platón pensaba que nuestra alma es un ángel caído; Aristóteles, que el cerebro es un refrigerador que enfría la sangre excesivamente caliente; Descartes, que la glándula pineal (la fábrica de melatonina que induce el sueño cada 24 horas) es el lugar imposible donde un alma etérea interacciona con un cuerpo burdamente mecánico. Tenemos que admirar su noble ambición cognitiva, pero no podemos comulgar con sus doctrinas fallidas.

El humanismo que necesitamos (¡hélas!) está aún por hacer. Nuestro cerebro tiene el mismo número de neuronas que estrellas tiene nuestra galaxia, y a través de sus innumerables conexiones circula la savia de la información mediante procesos apenas descifrados, pero percibidos por dentro como consciencia. Nuestro cerebro es el lugar de la autoconciencia, el foco de las nuevas humanidades y el gran reto lanzado a la ciencia actual.

Jesús Mosterín es catedrático de Filosofía, 
Ciencia y Sociedad (CSIC).

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