Es habitual
que nos admire la capacidad que algunos oradores tienen para elaborar discursos
no tanto por lo que de verdad se dice en ellos, cuanto por cómo lo dicen. En el
mundo griego, la retórica era apreciada por su utilidad en la vida pública, y
los sofistas la incluían como parte fundamental de sus enseñanzas en la pólis. En
especial es recordado Górgias, como maestro en retórica al que Platón, dedica
un largo diálogo, en el que hace debatir a Sócrates con Gorgias además de otros
sofistas como Polo y Calicles.
Platón, e imaginamos que también su maestro
Sócrates, era reacio a este arte, que consideraba una perversión del buen decir que adula al auditorio más que lo convence, por lo que se pregunta aquí ¿qué es la retórica? en
diálogo con otros sofistas como Polo y Calicles.
Fragmento.
“Polo.- ¿Cómo es posible, Sócrates?
Sócrates.- Porque
el mayor mal es cometer injusticia.
Pol.- ¿Éste es el
mayor mal? ¿No es mayor recibirla?
Sóc.- No quisiera
ni lo uno ni lo otro, pero si fuera necesario cometerla o sufrirla, preferiría
sufrirla a cometerla.
Pol.- ¿Luego tú no
aceptarías ejercer la tiranía?
Sóc.-No, si das a esta palabra el mismo sentido que yo.
Pol.- Entiendo por
ello, como decía hace un momento, la facultad de hacer en la ciudad lo que a
uno le parece bien: matar, desterrar y obrar en todo con arreglo al propio
arbitrio.”
(Gorgias, 469b-c).
Por Susana
Patiño González
La
afirmación que da título a este artículo proviene de uno de los diálogos de
Platón, el Gorgias. En este texto se narra el encuentro de varios personajes
que discuten la afirmación de Sócrates, protagonista en el diálogo, quien
afirma que padecer la injusticia siempre será preferible a ser el causante de
la injusticia. Como sabemos, Sócrates es condenado injustamente y prefiere
tomar la cicuta antes que dejarse convencer por sus amigos de violar las leyes de
la ciudad para escapar de la sentencia. Con su muerte, el filósofo lleva hasta
sus últimas consecuencias el precepto que conlleva su afirmación, cumpliendo en
carne propia lo que en vida había estado transmitiendo con sus enseñanzas.
Retomando esta discusión sobre la justicia, presentamos una recreación del
diálogo a la luz de una época en la cual, colocados ante el dilema de ser
injustos o ser víctimas de la injusticia, la mayoría de nosotros nos inclinamos
a pensar y actuar en sentido contrario a las enseñanzas y ejemplo del filósofo.
¿Por qué
sería mejor ser la víctima de una injusticia y no el perpetrador de la
injusticia? Vayamos por partes. En principio podríamos alegar que cuando se es
víctima de una injusticia la identidad personal en términos de integridad ética
o moral no queda afectada; el “malo del cuento” sería la otra persona y no uno
mismo. La acción injusta podría perjudicar los bienes materiales o incluso
dañar la integridad física de la persona afectada pero su identidad moral
quedaría incorruptible desde el momento que es la otra persona quien actúa mal
y no la víctima. Por el contrario, quien procede de manera injusta, lastima y
hiere inevitablemente su propia identidad moral, pues con su acción se
convierte en un malvado, es decir en un ser despreciable. Para ponerlo en
términos sociales, podríamos decir que la víctima de una injusticia puede
merecer nuestra consideración y nuestra compasión, pero el perpetrador de la
injustica sólo podría ser merecedor de nuestra reprobación y menosprecio.
Pero vamos a
suponer que al injusto no le interesara en absoluto lo que terceras personas
pudieran pensar o decir con respecto a su actuación y a su persona: que al
injusto no le importara ser acusado de falta de integridad ética o ser objeto
de reprobación moral o de menosprecio. ¿Por qué, entonces, tendría que
abstenerse de actuar de manera injusta? Aún más, supongamos que el injusto
tuviera garantizada de antemano una impunidad total para sus acciones injustas
en términos de sanciones jurídicas o penales.
En pocas palabras que no
existiera ningún obstáculo en términos de consecuencias que lo pudieran
disuadir de actuar injustamente. ¿Por qué, entonces, tendría que abstenerse de
hacerlo? Supongamos más aún, y pensemos que nuestro hipotético injusto está
exento de experimentar sentimientos de culpa o remordimientos por su acción
sino que por el contrario, puede llegar sentirse orgulloso de sí mismo por
haber logrado sacar ventaja de otro/s, por haber sido “el listo” que sacó
provecho de la debilidad, torpeza o ignorancia ajenas. Desde el punto de vista
del injusto tales flaquezas serían problemas del otro, ¿por qué, entonces,
tendría que abstenerse de actuar de manera injusta?
Como
contraparte la víctima no ha sacado provecho alguno sino que ha sufrido las
consecuencias de la acción injusta. Ya mencionamos que la víctima puede merecer
nuestra consideración y compasión; incluso podría hacerse acreedora de alguna
compensación o retribución por el daño sufrido por parte de las instituciones o
de terceras personas, pero el daño ya ocurrió y la víctima ya lo padeció o lo
sufrió. En otras palabras, la víctima ya perdió algo mientras el injusto no ha
perdido nada. Todo parece indicarnos, por lo tanto, que quien ha salido
“ganando” es el injusto. ¿Por qué, entonces, tendríamos que dar la razón a
Sócrates y habríamos de aceptar que es mejor padecer una injusticia que
cometerla?
En todo caso lo que habría que hacer es buscar la manera de que
nuestra conciencia no nos molestara con remordimientos, de buscar la manera de
asegurarnos impunidad cada vez que quisiésemos sacar provecho de quien “se
dejara”, y que nos tuviera sin cuidado lo que la gente pudiera pensar o sentir
con respecto a nuestras acciones injustas. Bajo tales condiciones, podríamos
afirmar sin ningún problema que convendría más cometer injusticias que
padecerlas y que Sócrates estuvo equivocado y murió estúpidamente.
Hasta aquí,
nuestra conclusión parece apoyar y retratar de manera bastante atinada la
moralidad reinante en el siglo XXI. ¿No sería bastante inútil apostar, por lo
tanto, al desarrollo de competencias éticas? ¿Cómo convencer que ser personas
íntegras y justas es mejor que su contraparte?, ¿Cómo salir del atolladero sin
caer en la ingenuidad o el pensamiento utópico?, ¿Qué contra-argumentos podríamos
presentar en favor de la justicia y no en contra de ella, como hasta ahora
hemos hecho?, ¿Bajo cuáles argumentos podríamos alinearnos con la aspiración
por la justicia que nos enseña Sócrates?
En primer
lugar habría que considerar que el pensamiento ético no tiene ningún sentido si
no se asocia con la vida política y social. Tanto Sócrates como Platón, y
posteriormente Aristóteles, ahondaron en esta relación entre lo ético y lo
político social. Vivimos en sociedad y la reflexión ética no puede estar al
margen de ello ni verse reducida a una cuestión personal, mucho menos cuando se
trata de la justicia, pues siempre se es justo/injusto con relación a otro/s. El “listo”
que saca provecho de los demás, está ciertamente sacando ventaja material para
sí mismo en el corto plazo pero inevitablemente está ayudando a construir una
sociedad cada vez más deshumanizada y desigual en la cual él mismo tendrá que
vivir. Desde una perspectiva individualista y de visión miope, la ventaja del
corto plazo puede convertirse a la larga en una mayor desventaja para la
humanidad entera, incluyendo la persona del injusto. Como ejemplo de ello
podemos mencionar la reciente crisis económica así como los graves problemas
ecológicos que actualmente nos afectan a todos. Los argumentos de la impunidad
absoluta, y de la ganancia mayor, quedan así descartados para la acción
injusta.
En segundo
lugar habría que considerar que cualquier acción parecería poder justificarse
desde un punto de vista subjetivo y arbitrario, es decir, en términos de los
deseos o gustos individuales. Pero si queremos tomar la reflexión ética en
serio es decir, como una actividad racional y deliberativa, no nos podemos
dejar llevar por las apariencias o por una cuestión de gustos y tendríamos que
buscar mejores argumentos. Resulta inaceptable decir que la injusticia es algo
bueno cuando se está en la posición del perpetrador más no de la víctima para
luego cambiar de opinión si existe el riesgo de que se puedan intercambiar los
papeles al aparecer en escena alguien más injusto que el primero. En otras
palabras, desde la argumentación racional resulta inaceptable decir que aquello
que apruebo para mí no resulte aceptable cuando se aplica a otros y viceversa,
que aquello que repruebo en otros, no sea reprobable cuando lo aplico a mí
mismo. Este razonamiento transgrede el principio de universalidad que se
expresa en la Regla de Oro, “No hagas al otro lo que no te gustaría que te
hicieran a ti”, y en su sentido positivo, “Trata al otro como te gustaría que
te trataran a ti mismo”.
En tercer
lugar, y como conclusión de estas breves reflexiones, retomamos la cuestión de
la identidad personal para relacionarlo con algo a lo cual nos referimos como
madurez moral. En la persona adulta una identidad moral tan egocéntrica que sea
incapaz de ver más allá de sí misma sería equiparable a la identidad moral de
un niño menor de cuatro años. Este nivel resulta inaceptable para un programa
que trata de de desarrollar las competencias éticas de estudiantes de educación
superior.
Promover la madurez moral significa prestar atención a los elementos
cognitivos y psico-afectivos que la misma lleva implícitos; significa promover
la capacidad de argumentar sólidamente las opiniones, de fomentar una identidad
social para reconocerse en los otros y asumir las problemáticas actuales como
propias. La madurez moral ha de tener como criterio orientador la idea de
universalidad y como horizonte la justicia; la madurez moral implicaría
desarrollar la capacidad no sólo para reflexionar sobre la justicia, sino para
actuar de manera congruente con ella. El testimonio extraordinario de Sócrates
nos ha legado una gran lección. Es poco probable que la mayoría de nosotros nos
veamos enfrentados ante una situación tan extrema. Sin embargo, ante la
complejidad de un mundo que genera injusticias día con día, es grande el cambio
que podemos aportar si empezamos a pensar y actuar prefiriendo sufrir la
injusticia que cometerla
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