El escritor Jordi Soler nos recuerda que
deberíamos recordar siempre el campo de concentración de Argelès-sur-Mer
donde sufrieron y murieron miles de
españoles ahora que este continente
es capaz de
tratar tan cruel
e inhumanamente al inmigrante
La Europa mohosa
El País, 25 de febrero de 2014
Hace exactamente 75 años, en febrero de 1939, había 100.000 ciudadanos
españoles prisioneros en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, en el
sur de Francia. Estaban encerrados en un enorme cuadrángulo, demarcado por una
alambrada, que ocupaba una hectárea de arena en la playa. Aquellos 100.000
desgraciados eran personas como usted y como yo, con un oficio, una casa y una
familia que los esperaba en España. Cien mil personas son más de las que hay en
una ciudad de las dimensiones de Girona o de Cáceres. Para tener la perspectiva
completa de aquel episodio habría que sumar, a los prisioneros del campo de
Argelès-sur-Mer, el resto de españoles que estaban encerrados en otros campos
de concentración como Bram, Gurs o Saint Cyprien, y que constituían un gran
total de 550.000 personas.
Aquella multitud había cruzado la frontera huyendo de la represión del
Ejército franquista que, además de haber ganado la guerra, buscaba erradicar de
España cualquier brote republicano o rojo, judío o masón, es decir, a cualquier
persona que no se ajustara a los estrechos lineamientos del
nacionalcatolicismo.
Aquellos 100.000 prisioneros del campo de concentración de Argelès-sur-Mer
llegaron a esa playa en un mes de febrero especialmente frío, en el que la
temperatura por la noche descendía, de acuerdo con el registro meteorológico de
la época, hasta menos 10 grados centígrados. En el campo no había ninguna
infraestructura, no había nada, ni barracas, ni letrinas, ni un rincón en el
cual refugiarse, así que los prisioneros tenían que dormir por turnos, a la
intemperie, en un agujero cavado con las manos en la arena, mientras uno de sus
compañeros hacía guardia para despertarlos cada 10 minutos, y así evitar que
alguno se quedara dormido mucho tiempo y muriera congelado. Tampoco había leña
para hacer fogatas, pero algunos, para paliar el frío atroz, hacían hogueras
con sus pertenencias, quemaban sus botas, sus gorras, sus cinturones, sus
macutos.
En esas condiciones aquellos paisanos
nuestros pasaron semanas, meses y algunos hasta años, encerrados en ese gran
corral a la intemperie que estaba custodiado porspahis, soldados
marroquíes del Ejército colonial francés, que llevaban una vistosa capa roja,
montaban unos caballos bajitos de Argelia y tenían la orden de disparar contra
cualquier español que tratara de brincarse la alambrada.
Las opciones para quedar en libertad eran muy pocas. Podía irse el que
encontrara una familia francesa que pudiera hacerse cargo de él, o quien se
inscribiera en el Ejército francés para pelear en la II Guerra Mundial que
ya empezaba, o el que estuviera dispuesto a regresar a España y asumir la
penalización que le esperaba. El resto se quedaba ahí, a sobrevivir como podía,
a sortear las enfermedades que se expandían por el campo, neumonía, disentería,
tifoidea, tuberculosis, tiña, sarna, lepra, todo complicado con las úlceras que
producía en la piel el contacto ininterrumpido durante meses con la arena.
Setenta y cinco años después, porque este episodio ha sido extirpado de la
historia oficial, hay todavía muy poca información de lo que pasó en aquel
campo de concentración; lo que hay son testimonios de la gente que estuvo ahí y
que se ha animado a contarlo. Pongo aquí un testimonio que tengo a mano, una
imagen sumamente ilustrativa que escribió mi abuelo, que estuvo prisionero ahí:
después de un temporal, con grandes olas, que inundó toda la superficie del
campo, la playa amaneció llena de cadáveres. Sobre esa arena, de esa playa que
hoy es un importante lugar de veraneo para las familias francesas, murieron
cientos, probablemente miles, de españoles de frío, de hambre, de enfermedades
desatendidas.
Cuando empezó la II Guerra Mundial, a los españoles que seguían ahí
prisioneros se sumaron vagabundos, gitanos y judíos en tránsito hacia los
campos nazis de exterminio.
A 75 años de distancia cuesta concebir el trato que dio el Gobierno francés
a los exiliados españoles, aquellos campos de concentración constituyen una
página oscura de la historia de Francia que ha sido, como he dicho, extirpada
de la historia oficial; de la misma manera que en España ha sido extirpada la
infame represión franquista. ¿Y qué hacían Europa, y las democracias
occidentales, mientras aquellos cientos de miles de españoles agonizaban,
despojados de su nacionalidad, en los campos de concentración? Miraban, con
gran cinismo, para otra parte, todos excepto México, que no solo denunció lo
que estaba sucediendo, sino que implementó un operativo diplomático para
socorrer a los republicanos y, en muchos casos, ayudarlos a salir de Francia y
ofrecerles una nueva vida en aquel país.
El episodio de los campos de concentración ha sido extirpado de la historia
oficial, pero no el fermento social que lo originó y que hizo que los españoles
fueran maltratados de esa forma, ese fermento que el escritor Philippe Sollers
ha identificado como “la Francia mohosa”, ese grupo numeroso de gente muy
conservadora, de derecha católica, aparentemente apacible pero en guardia
permanente, que es percibida como gente normal, de orden y de familia, pero que
odia, y todo el tiempo lo hace saber, a los extranjeros, a los musulmanes, a
los judíos y a los chinos, a los artistas y a los homosexuales, y a todo lo que
no sea fiel reflejo de ellos mismos.
Precisamente en esta temporada europea de
viraje hacia la derecha, hacia el conservadurismo y el nacionalismo, no
deberíamos perder de vista lo que pasó en Argelès-sur-Mer, porque el fenómeno
de la Francia mohosa está extendido por todo el continente formando una Europa
mohosa, que repele a todo el que no ha nacido dentro del espacio Schengen. Y
desde luego que aquí tenemos también nuestra España mohosa, y tanto moho es la
evidencia de que, de aquello que pasó hace apenas 75 años, no hemos aprendido
nada, que aquel capítulo negro en la historia de Europa, en el que las víctimas
fueron nuestros padres y nuestros abuelos, no ha dejado ninguna huella ni ha
provocado ninguna reflexión. Europa, el continente de los derechos humanos, da
un trato inhumano a los inmigrantes, ahí están esas imágenes escalofriantes,
hace unos meses, de los cadáveres en la playa de Lampedusa, o hace unos días
aquí mismo, en la valla de Ceuta. Parece que en el trato al inmigrante opera
una siniestra simetría: tratamos al inmigrante con la misma crueldad con la que
nos trataron a nosotros, en febrero de 1939. Los cadáveres moviéndose con el
vaivén de las olas en la playa de Lampedusa son el eco nefasto de aquellos
cadáveres que estaban, no hace mucho, sobre la playa de Argelès-sur-Mer.
Que un país como España trate con tanta crueldad a los inmigrantes es casi
un sarcasmo, porque España se debe a sus emigrantes, a los españoles que se
fueron de aquí y que diseminaron su lengua y su cultura en América. Gracias a
esos emigrantes la lengua y la cultura española tienen una importancia capital
en el mundo y, si no fuera por ellos, España y el español tendrían la
dimensión, y la importancia, de Polonia y el polaco.
Ya en este siglo, el hijo de un prisionero del campo de concentración de
Argelès-sur-Mer que, por un giro glorioso del destino, se convirtió en alcalde
de la ciudad, puso un discreto monumento, una suerte de lápida en homenaje a
los 100.000 españoles que estuvieron ahí en 1939; al final de la inscripción de
este monumento dice de los republicanos: “Su desgracia: haber luchado para
defender la Democracia y la República contra el fascismo en España de 1936 a
1939. Hombre libre, acuérdate”.
Ahí está la clave, en la palabra “acuérdate”. Tendríamos que tener ese
campo de concentración permanentemente en la memoria, como referente, tenerlo
siempre a la vista como a la estrella polar.